El país de los ciegos

Por Samuel Grueso.

Hay un famoso refrán que dice «no hay mayor desprecio que el no hacer aprecio», y eso debió ser lo que pensó el Presidente del Gobierno en las dos ocasiones en que ha rechazado intervenir en los debates electorales. El problema es que el desprecio está mal calculado, y no ha sido a sus rivales políticos, sino a los ciudadanos españoles.

Rajoy es un mal presidente. Es evidente desde hace mucho que no tiene el menor sentido de los valores democráticos que debieran ser necesarios para comandar una nación. Cobarde y corrupto, lento y torpe, el Presidente ni sabe ni contesta, ni le interesa nada del mundo fuera del salón de su casa. Con los partidos emergentes que están por la destrucción del sistema bipartidista, hace cómo los niños «si no los veo, no existen». Misma estrategia que siguió cuando algunos de los poquitos periodistas que quedan en el país sacaron a la luz la increíble y en cierto modo espeluznante red de corrupción que recorría a la mayoría de altos cargos de su partido, incluyéndole a él.  Como si nada, ni él, ni su partido, ni sus votantes.

Debiéramos preguntarnos cómo hemos permitido la creación de un sistema político tan estúpido que ni siquiera es capaz de destituir a una persona tan incapaz cómo esta. El sistema español premia la sumisión del de abajo al de arriba, cómo único mérito para ascender en la carrera política. El sistema de voto por marcas -PSOE, PP, PODEMOS, IU, C’S- puede que ayude a los votantes a identificar fácilmente a su partido, pero a cambio ha creado un sistema de mediocres y lameculos, donde los que llegan arriba son los peores, y donde la irresponsabilidad, la no rendición de cuentas, y la desconexión entre representantes y representados es total. No sabemos a quién votamos, y por tanto, difícilmente se pueden pedir cuentas. Ni siquiera las primarias que se extienden pueden mitigar esto, pues ya hemos comprobado que quien hace la ley hace la trampa y tenemos el mismo borreguísmo de siempre.

Yo propongo britanizarnos políticamente. Difícilmente llega un imbécil a Primer Ministro en el Reino Unido, y cuando llega, no tardará mucho antes de que sus propios diputados -si, los de su propio partido- lo liquiden políticamente. Porque allí se piden cuentas a cada diputado por quienes lo votan, porque allí hay responsabilidad, porque allí los zoquetes son apeados desde el minuto uno. Allí la lealtad de un diputado es con sus votantes, no con el líder de su partido, ni con una marca y un eslogan. Si tiene que lamerle el culo a alguien, es a los votantes. Y cuando uno es corrupto, ya se encargan los votantes de liquidarle y poner a otro que no lo sea.

¿No queréis ver rodar cabezas? Pues empezad por construir guillotinas.

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