Extremadura: el nacimiento de una región

Extremadura

Extremadura: el nacimiento de una región

Por Samuel Grueso

«Hemos creado Italia, ahora tenemos que crear italianos»

Esta cita, atribuida al periodista del siglo XIX Giuseppe Mazzini, encaja perfectamente en el desarrollo de la identidad colectiva del, por siglos, oprimido pueblo de Extremadura.

Extremadura es una identidad común inventada sobre los límites dibujados artificialmente en tierra de nadie por las autoridades militares y civiles que ejercían su poder entre Andalucía y Castilla. La función de Extremadura, durante siglos, fue meramente administrativa, incluso vagamente nominal, de dar un nombre a lo que no tenía nombre.

Los que allí vivían fueron mantenidos durante siglos en la oscuridad, a través del hambre y de la violencia, tanto por las autoridades oficiales (representantes del Estado, la Iglesia y el Ejército) como por las muy importantes extraoficiales (señoritos y terratenientes) en un estado de paupérrima ignorancia y hambre. Olvidados por la historia y abandonados por el Estado, sus gentes aprendieron pronto a desconfiar del poder, conscientes de que desde la cuna, cada cual debe buscar su propio camino en una vida hostil. La presión del sometimiento llevó al sentimiento colectivo de inferioridad, que aún persiste, a la humildad absoluta, la fortaleza de la familia como institución primaria, y sobre todo, a una humanidad sin precedentes, que es el distintivo universal del oprimido, que busca sin descanso complacer a todo ser humano.

La indiferencia, o mejor dicho, la complicidad del poder oficial con los caciques locales, llevó a que los adelantos que el liberalismo europeo y americano produjo desde finales del siglo XVIII (educación popular, pensamiento científico, división del poder, libertad de expresión y de prensa, separación de Iglesia y Estado, etc.) no llegaran hasta los extremeños, sino en la forma en que llegan las cartas otorgadas, y cuya vigencia y aplicación siempre fueron a medias (puesto que los contrapoderes oficiales y no oficiales los detestaban y boicoteaban). Los derechos, para el extremeño común, eran entendidos más como regalos de una metrópoli a una olvidada y lejana colonia, que como algo colectivo en lo que se participa. El sentimiento, si hubo alguno, siempre fue el de ser españoles, pero de tercera clase. Un españolismo del que merece la pena huir para crear otro nuevo y mejor. Hay algo aún en el recuerdo colectivo de la conquista americana, del huir del aquí para crear el allí.

Esos derechos de naturaleza otorgada llevaron, a principios de los 80, a la adquisición de una autonomía política que ni era deseada, ni era rechazada. La autonomía nació bajo la indiferencia. Como el Estado de Mazzini, primero fue la institución, y más tarde, la creación de conciencia.

Estos nuevos gobernantes, que por primera vez tenían verdaderamente como misión primaria servir a sus gobernados extremeños, descubrieron que el poder, incluso otorgado, es como la gravedad, y tiende a concentrarse más según más se tiene. El primer presidente extremeño duró en el cargo nada menos que 24 años, el mayor tiempo que nadie ha estado sentado en un consejo de gobierno en la España democrática. El primer bocado se dio, ciertamente, con hambre.

Ya fuera consciente o inconscientemente, el nuevo Estado dentro del Estado, la Autonomía, se afanó en la creación de una identidad colectiva donde antes sólo existía el vacío del sometimiento. Se inventaron un himno, y se institucionalizó una bandera, se santificó, literalmente, un día de Extremadura, se creó una Universidad. El experimento avanzó, lento, pero avanzó.

Y he aquí que tras treinta años de autogobierno se encuentra que Extremadura, la región sin identidad, el pueblo largamente oprimido, el pueblo silencioso, se une en una lucha política por sí misma, y para sí misma. Los extremeños entienden aquí por primera vez que esa máxima protestante que reza ‘Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos’ puede tener más sentido del esperado en refranes herejes, y que, efectivamente, si uno quiere comer peces tiene que mojarse el culo.

Pero con la lección bien aprendida de casa, y esto es literal, ninguna causa común había unido a ningún pueblo de España de forma tan unánime como la reivindicación de un tren digno para Extremadura. La causa política puede resultar extravagante al ciudadano ajeno, que disfruta de servicios acordes a nuestra era, pero lo más llamativo es que algo haya sido capaz de aunar a todos y cada uno de los agentes políticos, económicos y sociales de una región. El día 18 de noviembre, nada menos que 50.000 extremeños se movilizaron en un insólito viaje hasta la capital de España para pedir justicia y afirmar colectivamente su voluntad de pueblo oprimido harto de ser ninguneado y olvidado. En definitiva, un acto político para pedir un asiento en la mesa en la que todo el mundo hace rato que ya va por los postres.

En qué derive esta momentánea unidad del pueblo extremeño, ese sentimiento colectivo, es quizás pronto para conocerlo. Pero sí parece notorio que, si el extremeño primero fue inexistente y luego fue artificial, hoy en día no es ni lo uno, ni lo otro, sino que responde a un cuerpo políticamente articulado dotado de una consciencia social autónoma y autonomista, que ha dejado de llorar en su casa para salir a la búsqueda de su lugar en España y en el mundo, como curiosamente ya hicieron sus ancestros siglos atrás, de forma individual y espada en mano.

A qué lugar lleven los caminos de Extremadura y de su pueblo en el futuro, eso está aún por escribir, pero el papel y el lápiz están preparados sobre la mesa, listos para que los extremeños, ahora sí, escriban su propia historia.

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